La reconocida docente y crítica literaria, profesora emérita de la UNMdP, comparte recuerdos de su infancia y juventud atravesados por trenes, que, para ella, "no son solamente un medio de transporte, sino una experiencia íntimamente personal".
Por Elisa Calabrese (*)
Hasta mediados de la década del 60, desde que era un bebé hasta mis 25 años, siempre viví a media cuadra de la estación Coghlan, una de las que constituían la línea del ferrocarril Mitre, en una vetusta casa muy grande, construida en 1907, de esas con vidrios biselados en algunas ventanas o vitraux en otras, pesadas puertas cancel con visillos y un bow window en el ventanal correspondiente a la sala. Luego de la verja, un jardín pequeño adelante llevaba a unos escalones de mármol y a una primera puerta de gruesa madera con bolas de bronce labradas; al costado derecho se abría una entrada abovedada para coches con un enorme farol de hierro forjado que conducía al jardín trasero, donde había hasta un ombú lindante con la casa de al lado, donde nos gustaba trepar a los chicos.
Dejando de lado la idealización propia del recuerdo de nuestra infancia y primera juventud que tiñe de belleza los lugares queridos, ese barrio era, en verdad, un entorno muy especial. Se limitaba a unas pocas manzanas que formaban una isla entre dos estaciones de tren (Coghlan y Drago), dos ramales del mismo ferrocarril Mitre; cada una de ellas tenía una pequeña plaza (vamos a jugar a la placita, decíamos los chicos) que limitaba con el alambrado lindante con la estación. Como era un barrio tranquilo, constituido principalmente por casas –para la época que señalé al comienzo, había solamente dos edificios de departamentos– los chicos podíamos jugar en la calle o también patinar en las proximidades de las placitas. La primera vez que visité Londres, en los años 70, tomé un tren para un previsible recorrido turístico (me parece que iba a ver la casa de Shakespeare) y al pasar por los suburbios, creí encontrarme en mi estación o la siguiente de Belgrano R, por sus casas con frentes de ladrillos rojos y una puerta de entrada tal vez rodeada por un rosal trepador. Eso se entiende si recordamos que hasta que Perón los nacionalizara, los ferrocarriles eran ingleses y sus funcionarios solían habitar en esa zona.
Estación Coghlan de Buenos Aires, ayer y hoy.
Teníamos como vecinos a los cuidadores de una quinta de un cuarto de manzana; la vereda, luego de ese predio, se elevaba por medio de una escalera que terminaba en un balcón abrazado por una barroca baranda de hierro forjado donde se enredaba una santa rita, cuyo follaje se asomaba sobre la casa del guardabarreras y su jardincito con rosales y algunos almácigos de tomates. Desde mi dormitorio se oía con gran claridad el pasaje de los trenes y de noche, mientras dormía, ese ruido penetraba en mi sueño. Lejos de resultarme molesto, como podría creerse, el rítmico sonido cuyo crescendo seguía el movimiento del tren –se acercaba, se alejaba– tenía para mí una familiaridad acogedora, me envolvía, me protegía, era el sonido de mi hogar. Años después, cuando me establecí en Mar del Plata, donde vivo desde 1965 hasta ahora, en mis primeros meses me despertaba en medio de la noche porque no se escuchaba el sonido del tren. Estos apuntes sobre un lugar, una casa, un barrio explican que los trenes no son solamente para mí un medio de transporte, sino una experiencia íntimamente personal; forman parte de mi subjetividad, tienen un valor afectivo asociado a la rememoración de la infancia y la juventud, esa feliz nostalgia, podría decirse, esa contradictoria mezcla de lo exultante con lo irremediablemente perdido: el transcurrir del tiempo expresado con el staccato de las ruedas del tren.
Terminado el colegio, ingresé en la Facultad de Filosofía y Letras que a la sazón funcionaba todavía en el vetusto edificio de la calle Viamonte, al lado de la sede central de la UBA, en pleno microcentro de la ciudad. Para llegar, todos los días tomaba el tren hasta Retiro y habitualmente me encontraba en la estación con mi vecina de enfrente, con quien nos habíamos hecho amigas al vernos todos los días a la misma hora. Un día cualquiera, nos sentamos juntas en el banco de madera ubicado en el andén y nuestro primer diálogo se inició con esta frase:
—¿Viste “Al este del paraíso”?
Antes de la obvia respuesta afirmativa, ya habíamos ingresado a un espacio generacional en común cuya clave era ser fanáticas de James Dean. A esta alianza se agregaban luego dos chicas más que subían en Belgrano R. (seríamos amigas para toda la vida) y formamos así un feliz grupo de cuatro alumnas de la misma institución ligadas con esa fácil intimidad propia de la edad (teníamos, al ser ingresantes de primer año, entre 17 y 18 años). Los episodios a recordar aquí están siempre relacionados con todas o con alguna de ellas, viajeras de tren; tengo una vieja foto donde estamos las cuatro con esa especie de uniforme que usábamos para diario entonces: si era invierno, el “tapadito” de piel de camello con tres botones adelante, los mocasines (si podías gastar, eran de Guido, si no, una buena imitación) y las carteritas “golf”.
Elisa Calabrese, a sus 18 años, junto a su grupo de amigas.
Una fría mañana de junio estábamos Lidia y yo sentadas como siempre, en el banco de madera esperando el tren. Enfrascadas en la charla, tardamos en advertir la extraña ausencia de gente, pues lo habitual a esa hora era que hubiera muchos viajeros dirigiéndose a su trabajo. De pronto se abrió la puerta de la pequeña oficina ocupada por el boletero y el hombre salió al andén, diciéndonos:
—Señoritas, disculpen mi intromisión, pero seguro que no saben que estamos en paro y trabajando a reglamento. Por eso corren algunos trenes pero muy, muy espaciados. Como hace mucho frío, si deciden esperar el próximo, con todo respeto las invito a entrar a mi casilla porque tengo encendido un brasero.
Por supuesto que nosotras, despistadas adolescentes, ignorábamos esa situación. ¿Qué hacer? Nos consultamos rápidamente; nos daba mucha pereza irnos hasta Chacarita a tomar un colectivo seguramente atestado para, de cualquier modo, llegar tarde, porque la clase de griego empezaba a las ocho, y entonces decidimos aceptar la invitación y quedarnos a esperar el demoradísimo tren. Descubrimos que ese hombre, modesto empleado de ferrocarril, tenía amplios conocimientos de dos pasiones que compartíamos: el cine y el jazz. A partir de esa casual circunstancia, solíamos darnos cita para encontrarnos en alguna sesión del cine club y discutir (sesudamente, creíamos) las escenas de los films que habíamos visto. Este fue uno de los inesperados regalos del ferrocarril.
¿Qué hacer cuando uno se equivoca de tren? No tengo recetas para dar, solamente puedo contar no lo que hice, sino lo que me ayudaron a hacer. Los días en que las clases terminaban tarde, había dos opciones: una era quedarnos en el centro para comer algo o ir al teatro (abundaban en ese entonces los teatros independientes de bajo precio) o nos apurábamos para tomar el tren de las 22.25 h porque a la noche los horarios eran más espaciados y luego de pasar el día en la facultad, esperar 20 minutos más otro tren parecía mucho tiempo. Recuerdo perfectamente los pormenores de mi aventura, aunque he olvidado por qué ese día estaba sola; no sé qué circunstancias ausentaron a mis compañeras de estudio y de viaje. Llegaba tarde, corrí pese a los tacos que remataban mis zapatos “pico de pato” y ni siquiera miré los indicadores; ya conocía de memoria que el tren de las 22 y 25 siempre salía de la plataforma 6 o a veces, de la 5. En efecto, allí estaba el tren, ya rugía tomando fuerza antes de arrancar y a duras penas logré trepar al último vagón cuando ya se iniciaba el movimiento. Cansada, me desplomé en un asiento, a esa hora los vagones nunca estaban repletos. Al rato miré, distraídamente, en torno y una fría garra de hielo me apretó el pecho y corrió luego por mi columna vertebral, tuve la certeza de que no era mi tren, supe que me había equivocado. No sé por qué, pero mi impresión fue que la gente del vagón tenía cara de viaje largo. Traté de rechazar el pensamiento pero como la inquietud persistía le pregunté a una señora que estaba a mi lado en el asiento, dónde iba el tren. Ella fue breve. “Es un rápido a San Nicolás”, dijo. Fui incapaz de responder, paralizada por el terror. Piense mi amable lector que no había aún teléfonos celulares, de modo que mi perspectiva era llegar cerca del alba a destino, no saber cómo avisar a alguien de mi familia mi paradero ni tener idea de cómo regresar; a esto se sumaba que yo tenía mi abono de estudiante pero no me alcanzaba el efectivo para pagar la multa de 200 pesos. ¿Iría a la cárcel? Tomé una decisión: no esperaría al guarda que reclamaba los boletos, pases y abonos, lo buscaría yo y le expondría mi desesperado caso. Eso hice. El hombre me creyó y me propuso la solución. “Vamos a la máquina”, dijo. Una vez en ella, le explicó al maquinista el problema y le pidió que aminorara la marcha todo lo posible al llegar a la curva situada entre las estaciones de Tres de febrero y Colegiales; una vez allí, ambos me sostendrían de los brazos y me impulsarían fuera del tren, al haber un elevado terraplén antes del alambrado donde terminaba, se suponía que yo rodaría sin que la fuerza del tren me absorbiera debajo de las ruedas. Por supuesto, accedí; la perspectiva de morir triturada era preferible al incierto destino en San Nicolás. Así ocurrió: previamente me saqué los zapatos; mis dos salvadores me tomaron de los brazos y cuando el tren aminoraba, gritaron “¡Uno dos, tres! Ahora!” y hamacándome, me lanzaron al terraplén. Choqué contra el alambrado sin daño alguno, con la sola pérdida de mis medias rotas. Desde allí, caminé siguiendo la vía hasta la estación y puede tomar un colectivo hasta mi casa, donde llegué sana y salva; jamás confesé mi disparatada peripecia. Vaya mi agradecido recuerdo a mis dos benefactores.
La otra aventura ocurrió en común con mis tres compañeras: se me perdonará –espero– la incongruencia de que no haya sucedido en el tren sino en un micro, pero debe tomarse en cuenta que éste se dirigía hacia la estación donde tomaríamos el tren para regresar a la capital desde la ciudad de La Plata. La razón de que estuviéramos allí era que una de mis amigas debía hacer un trámite en el ministerio de Educación de la provincia; le correspondía hacerlo en La Plata pues era maestra en una escuela del partido de San Isidro. Ese día no teníamos clase, decidimos vagabundear un poco y acompañarla en su periplo burocrático, de paso, nos tomaríamos un recreo de vagancia. Ya faltaba poco para llegar; descendíamos por una calle empinada hacía la estación terminal cuando se desencadenó el horror. El micro estaba bastante lleno, por eso, mientras Monique y yo ocupábamos un asiento doble, Carlota se sentó atrás junto a una mujer y Lidia ¡pobrecita! en el asiento adelante del nuestro, junto a un hombre. Para poder hablar, giró hacía el pasillo las piernas, dando la espalda al que ocupaba la ventanilla y se apoyó en el barandal. De pronto, su vecino comenzó a increparla gritando:
—¡No me toque, atorranta…! ¡Yo soy un hombre tranquilo que vuelve del trabajo y no me interesan las p…!
Para peor (nunca sabré si estaban de acuerdo previamente o era improvisado), un tipo que estaba atrás se sumó al escándalo diciendo:
—Hay que ver… Estas cuatro prostitutas buscan levantar hasta en el colectivo; es el colmo.
Y así siguieron un rato, haciendo consideraciones sobre nuestras supuestas conductas e intenciones. Por supuesto, todos los pasajeros estaban pendientes del acontecimiento; algunos sonreían, otros se reían abiertamente y los más permanecían callados, mirando con asombro. Fueron nada más que segundos, pero imborrables. Al principio, hubo un intervalo de estupor porque Lidia tardó un poco en entender que el hombre se refería a ella, cuando cayó en la cuenta, se levantó del asiento, mientras balbuceaba incoherencias sin atinar a defenderse. Su cara primero tomó un subido color remolacha (era rubia natural, con un pelo casi platinado envidia de muchas) para pasar luego a una palidez verdosa. A los pocos instantes, el colectivo frenó con un chirrido agudo, mientras el conductor arrimaba el vehículo al cordón incorporándose con una barra de hierro que apareció en su mano como por arte de magia. Enfrentando al agresor, le espetó: “¿Qué te pasa, enfermo mental? ¿No ves que estas cuatro chicas son estudiantes que vuelven a su casa? A ver si venís a gritarme a mí que te hago pasar la locura con este fierro”. No puedo dar cuenta de cómo terminó el enfrentamiento, pues nosotras salimos de la parálisis provocada por la vergüenza y la humillación y prácticamente nos lanzamos fuera del colectivo. Echamos a correr como para una competencia de maratón hasta encontrarnos a salvo en el vagón del tren. De nuevo el tren, siempre como refugio, como camino de regreso hacia la seguridad.
Cuando don Quijote quiere hacerle entender a Sancho cuál es la sagrada misión del caballero andante, le dice (y se me disculpará porque cito de oído): “Desfacer entuertos, auxiliar a las viudas y a los huérfanos, proteger a doncellas en apuros”. Bueno, la exactitud no importa, pero el sentido es ése, por ende, ¿quién dijo que los quijotes no existen? En estos apuntes traté de que conozcan a los míos.
(*) Elisa Calabrese es profesora y doctora en Letras (UBA). Fue titular en el área de Literatura Argentina de la carrera de Letras de la UNMdP y actualmente es profesora extraordinaria en la categoría Emérita por la misma Universidad desde el 2009. Fue directora del Celehis (Centro de Letras Hispanoamericanas) de la UNMdP desde 1990 hasta 1996 y nuevamente desde 2004 hasta 2013. Fundó la Maestría en Letras Hispánicas, que dirigió hasta el 2000. Es miembro fundador de la Asociación Española de Estudios Literarios Hispanoamericanos, a la cual representó en Argentina desde 1995 hasta 1998 y nuevamente desde 2006 hasta 2010; miembro del Centro de Estudios de las Civilizaciones del Río de la Plata, dirigido por Paul Verdevoye, y de la Asociación Española de Semiótica. Ha publicado los libros “Animales fabulosos. Las revistas de Abelardo Castillo” (que coeditó con Aymará de Llano), “Lugar común. Estudios críticos de literatura argentina” y “Sábato. Historia y apocalipsis”, entre muchos otros.